viernes, 9 de septiembre de 2016

Comentarios a las lecturas del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario. 11 de septiembre 2016.

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Las lecturas de este Domingo hablan de una realidad presente en la historia de la humanidad, presente en nuestra propia historia personal: el pecado. Insistimos en que es una realidad, aunque en nuestra sociedad cada vez más olvidada de Dios se busque negar, ignorar, dejar atrás, diluir, sustituir con otros nombres o explicaciones: «un defecto de crecimiento, una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387).
¿Qué es el pecado? No se puede comprender lo que es el pecado sin reconocer en primer lugar que existe un vínculo profundo del hombre con Dios. El pecado «es rechazo y oposición a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), «es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni restricciones.
El pecado, que es ruptura con Dios, tiene graves repercusiones. Quien peca, aunque crea que está recorriendo un camino que lo conduce a su propia plenitud y felicidad, entra por una senda de autodestrucción: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4). Al romper con Dios, fuente de su vida y amor, todo ser humano sufre inmediatamente una profunda ruptura consigo mismo, con los demás seres humanos y con la creación toda.
¿Qué hace Dios ante el rechazo de su criatura humana? Dios, por su inmenso amor y misericordia, no abandona al ser humano, no quiere que se pierda, que se hunda en la miseria y en la muerte, sino que Él mismo sale en su busca: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15). Dios en su inmenso amor ofrece a su criatura humana el don de la Reconciliación por medio de su Hijo. Es el Señor Jesús quien en la Cruz nos reconcilia con el Padre (ver Cor 5, 19), es Él quien desde la Cruz ofrece el abrazo reconciliador del Padre misericordioso a todo “hijo pródigo” que arrepentido anhela volver a la casa paterna.

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